Las mentiras en las redes marcaron de forma decisiva la campaña electoral en EE UU. Existen mecanismos para evitar esta deriva
¿Quién puede criticar a 62 millones de norteamericanos por haber votado a Donald Trump,
si el Papa pidió a los católicos que lo hicieran para que “América sea
fuerte y libre”; si durante la campaña se supo que Bill Clinton abusó de
una menor de 13 años, y sobre todo si el auge de su mujer, Hillary,
venía misteriosamente acompañado de varias muertes, entre ellas las de
un agente del FBI que investigaba a la candidata y un empleado del
partido demócrata que iba a testificar contra ella ante un juez?
Son todos bulos, pero a millones de personas les llegaron con apariencia de hechos a través de Facebook,
una plataforma que el 60% de norteamericanos empleó para informarse
durante la campaña, según el Pew Research Center. Doce años después de
su creación, esa red social, con 1.800 millones de usuarios, es ya el
mayor diario y la mayor televisión del planeta, con unas ventas
publicitarias de 27.000 millones de dólares al año y sin más
regulaciones que las que se autoimpone.
En los primeros momentos de estupor tras la victoria de Trump el 8 de noviembre, muchos dedos apuntaron a Facebook, donde la jerarquía informativa no la dicta un editor,
con estudios y trayectoria periodística, sino un algoritmo que ante
todo premia la interacción del lector. Y como ha quedado claro en estas
elecciones, a muchos lectores les da igual que una información sea
verdadera o falsa para leerla, valorarla y, sobre todo, compartirla,
convirtiéndola en un fenómeno viral.
Tres meses antes la empresa había
despedido a un equipo de 18 editores que seleccionaba noticias que luego
se destacaban en un espacio de tendencias informativas. Medios
conservadores como el Wall Street Journal habían acusado a ese pequeño
equipo de promocionar noticias con un claro sesgo izquierdista y los
responsables de Facebook, siempre preocupados por ser neutrales,
actuaron con rapidez: dejaron esa selección a los algoritmos. En días,
la mayoría de noticias en ese espacio destacado eran vídeos virales de
animales domésticos o falsedades.
Hasta que el fenómeno viral pasó del muro de Facebook a la Casa Blanca.
Alarmados, varios directivos de la empresa preguntaron en la noche
electoral si la automatización completa de la selección de noticias le
había dado la presidencia a Trump. Fue en pequeñas localidades de
Florida, Ohio o Pensilvania donde el republicano logró ganar, no en
grandes ciudades como Nueva York o Los Ángeles, donde las cadenas de
televisión y las portadas de los diarios aún ayudan a discernir qué es
cierto y qué no.
Los medios han perdido el poder de
distribuir sus noticias. Durante siglos, el reparto de la información
estuvo en manos de quienes la creaban, que luego la enviaban a las masas
para su consumo a través de diarios impresos, emisiones de radio y
televisión o en los primeros años de Internet, en portales web. Hoy, la
vida de las noticias la dictaminan muchos factores, entre los que la
veracidad es solo uno más.
Los libelos han existido siempre. Pero
en la era de las plataformas sociales, medios veteranos que emplean a
periodistas curtidos en comprobar hechos compiten con impostores que
disfrazan las mentiras de rigor, buscando publicidad, dinero o
influencia. Mark Zuckerberg no cree que sea un gran problema, ya que
después de la victoria de Trump dijo que “la idea de que noticias falsas influyeron en las elecciones es una locura”.
Locura o no, días después Zuckerberg se unió a Google en impedir el acceso a la publicidad a páginas web con noticias falsas.
Es en realidad un parche, porque el dinero no es lo único que genera
esas mentiras. Hay quien las difunde para sacar partido político, como
el propio Trump. En 2012, cuando ya tenía su mirada puesta en la Casa
Blanca incorporó a sus discursos y por tanto dio pábulo al bulo de que el presidente Barack Obama no había nacido en EE UU sino en Kenia o Indonesia.
En Facebook, cuando una mentira se
comparte cientos de miles de veces y logra colarse en el ciclo
informativo, se crea una burbuja. Usuarios que siguen a Trump o que se
declaran republicanos pueden ver en sus muros solo informaciones falsas y
no otras reales, como las maniobras del candidato para no pagar impuestos o sus muchas declaraciones racistas y machistas, que pudieran haber incentivado una abstención o un cambio de voto.
El reino del algoritmo, de los automatismos y de la falta de periodismo abren el camino a la dictadura de la posverdad, un neologismo elegido por el diccionario Oxford como palabra de 2016,
el del auge del populismo. Su definición se adapta a la perfección a
las falsedades con las que nace la primera presidencia viral:
“Circunstancias en las que los hechos objetivos son menos decisivos que
las emociones o las opiniones personales a la hora de crear opinión
pública”.
Cuando Trump recibió en Nueva York al
primer jefe de Gobierno extranjero como presidente electo, sus asesores
le advirtieron a Shinzo Abe, primer ministro de Japón, que no se tomara
sus palabras literalmente. La realidad nace muerta en esta presidencia, y
con ella, cualquier compromiso. Días ha tardado Trump en desdecirse de
promesas de campaña incendiarias como encarcelar a Clinton, romper los acuerdos contra el cambio climático o fomentar la proliferación nuclear.
Facebook y el resto de grandes plataformas de Internet aún están a
tiempo de intentar salvarse y salvarnos de esta deriva. Es tan fácil
como incorporar a sus algoritmos excepciones para medios que invierten
en información, son sometidos a controles de calidad y rinden cuentas.
Un algoritmo nunca podrá hacer periodismo, pero puede aprender a
identificar a aquellos que lo hacen, por el bien de todos.
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