Apenas abro
los ojos, ya no puedo escapar a ese lugar que Proust, dulcemente,
ansiosamente, viene a ocupar una vez más en cada despertar1. No es que
me clave en el lugar –porque después de todo puedo no sólo moverme y
removerme, sino que puedo moverlo a él, removerlo, cambiarlo de lugar–,
sino que hay un problema: no puedo desplazarme sin él; no puedo dejarlo
allí donde está para irme yo a otra parte. Puedo ir hasta el fin del
mundo, puedo esconderme, de mañana, bajo mis mantas, hacerme tan pequeño
como pueda, puedo dejarme fundir al sol sobre la playa, pero siempre
estará allí donde yo estoy. El está aquí, irreparablemente, nunca en
otra parte. Mi cuerpo es lo contrario de una utopía, es lo que nunca
está bajo otro cielo, es el lugar absoluto, el pequeño fragmento de
espacio con el cual, en sentido estricto, yo me corporizo.
Mi
cuerpo, topía despiadada. ¿Y si, por fortuna, yo viviera con él en una
suerte de familiaridad gastada, como con una sombra, como con esas cosas
de todos los días que finalmente he dejado de ver y que la vida pasó a
segundo plano, como esas chimeneas, esos techos que se amontonan cada
tarde ante mi ventana? Pero todas las mañanas, la misma herida; bajo mis
ojos se dibuja la inevitable imagen que impone el espejo: cara delgada,
hombros arqueados, mirada miope, ausencia de pelo, nada lindo, en
verdad. Y es en esta fea cáscara de mi cabeza, en esta jaula que no me
gusta, en la que tendré que mostrarme y pasearme; a través de esta
celosía tendré que hablar, mirar, ser mirado; bajo esta piel tendré que
reventar. Mi cuerpo es el lugar irremediable al que estoy condenado.
Después de todo, creo que es contra él y como para borrarlo por lo que
se hicieron nacer todas esas utopías. El prestigio de la utopía, la
belleza, la maravilla de la utopía, ¿a qué se deben? La utopía es un
lugar fuera de todos los lugares, pero es un lugar donde tendré un
cuerpo sin cuerpo, un cuerpo que será bello, límpido, transparente,
luminoso, veloz, colosal en su potencia, infinito en su duración,
desligado, invisible, protegido, siempre transfigurado; y es bien
posible que la utopía primera, aquella que es la más inextirpable en el
corazón de los hombres, sea precisamente la utopía de un cuerpo
incorpóreo. El país de las hadas, el país de los duendes, de los genios,
de los magos, y bien, es el país donde los cuerpos se transportan tan
rápido como la luz, es el país donde las heridas se curan con un bálsamo
maravilloso en el tiempo de un rayo, es el país donde uno puede caer de
una montaña y levantarse vivo, es el país donde se es visible cuando se
quiere, invisible cuando se lo desea. Si hay un país mágico es
realmente para que en él yo sea un príncipe encantado y todos los lindos
lechuguinos se vuelvan peludos y feos como osos.
Pero hay
también una utopía que está hecha para borrar los cuerpos. Esa utopía es
el país de los muertos, son las grandes ciudades utópicas que nos dejó
la civilización egipcia. Después de todo, las momias, ¿qué son? Es la
utopía del cuerpo negado y transfigurado. La momia es el gran cuerpo
utópico que persiste a través del tiempo. También existieron las
máscaras de oro que la civilización micénica ponía sobre las caras de
los reyes difuntos: utopía de sus cuerpos gloriosos, poderosos, solares,
terror de los ejércitos. Existieron las pinturas y las esculturas de
las tumbas; los yacientes, que desde la Edad Media prolongan en la
inmovilidad una juventud que ya no tendrá fin. Existen ahora, en
nuestros días, esos simples cubos de mármol, cuerpos geometrizados por
la piedra, figuras regulares y blancas sobre el gran cuadro negro de los
cementerios. Y en esa ciudad de utopía de los muertos, hete aquí que mi
cuerpo se vuelve sólido como una cosa, eterno como un dios.